Por el momento, la máquina del tiempo no es más que una ilusión inalcanzable. Sin embargo, existe un sitio mágico donde con un mínimo esfuerzo, nuestra imaginación es capaz de recrear el paisaje de nuestros antepasados. Ese lugar es La Sierra de Ávila. Quisiera recordar la primera vez que visité un castro vettón, pero soy incapaz. Lo que sí que se es que durante mis primeras excursiones, aquellos con quien visitaba los yacimientos sembraron en mí la semilla de la curiosidad por el pasado. ¿Cómo era posible que allí hubiese habido una ciudad?, ¿qué comían, qué sonidos había?... La capacidad narrativa de mi hermano me hacía ver cómo los ejércitos romanos se aproximaban al asalto. Mientras, en el poblado resonaba el cuerno de alerta que llamaba a las armas... Bendita imaginación infantil. Ahora, como investigador, las preguntas que me hacía no han cambiado demasiado. Aun habiendo perdido parte de la inocencia infantil, la situación excepcional de la que goza la Sierra de Ávila, me facilita, en suma medida, el billete para realizar viajes en el tiempo.
La Mesa de Miranda.
El primer sitio al que nos vamos a acercar es La Mesa de Miranda. La razón que de que sea este yacimiento el primero y no otro, es puramente cronológica. En su entorno se han encontrado vestigios de los primeros hombres que poblaron La Península. Nos dejaron los artefactos que utilizaron para descarnar y desmembrar las piezas que carroñeaban (Fig. 1), en un tiempo en el que el medio ambiente era mucho más hostil que en la actualidad . El clima era gélido, algunas de las especies animales y vegetales que ahora conocemos no estaban presentes. Probablemente, manadas de elefantes (cuyos vestigios si se han hallado Torralba y Ambrona -Soria-) recorrían las vaguadas serranas en busca de alimento. Además, ciervos y conejos serían objetivo prioritario de esta gente. Hablamos de pequeños grupos de cazadores-recolectores que recorrían las primeras estribaciones de la Sierra de Ávila, aprovechando la vista que sobre el valle les proporcionaban sitios como La Mesa de Miranda. En lugares así, establecían pequeños campamentos estacionales desde los que iniciaban batidas en busca de alimento.
Sin embargo, es innegable que lo más llamativo cuando visitamos la zona es el oppidum vettón de La Mesa de Miranda -S. V a II a. C.-. Es sin lugar a dudas uno de los uno de los sitios arqueológicos más importantes de la II Edad del Hierro en La Península Ibérica. Sin desmerecer, claro está, a los castros sincrónicos de Ulaca, Las Cogotas o El Raso de Candeleda.
Desde su descubrimiento por Antonio Molinero, allá por los años veinte del siglo pasado, han sido numerosos los hallazgos de gran importancia que aquí han tenido lugar. Estos pioneros arqueólogos tuvieron la suerte de excavar una de las necrópolis del hierro céltico más impresionantes de toda Europa. Durante las labores arqueológicas se descubrieron más de dos mil enterramientos de este período -S. IV-II a. C.-. Junto a las cenizas de los difuntos se hallaron, en algunos casos, unos ajuares sobresaliente compuestos por armamento, herramientas, arreos de caballo, fíbulas...
La ciudad en sí ocupaba un espacio de 30 Ha, superficie similar a la que cierra la muralla de Ávila. Eso sí, al igual que las ciudades medievales, esta no estaba habitada en toda su extensión, y algunos espacios estarían destinados a la estabulación del ganado o a la producción artesanal. En La Mesa de Miranda podremos distinguir sin problema, tres recintos defensivos. Si somos un poco observadores, veremos diferencias en las técnicas constructivas empleadas, correspondientes a las fases históricas del oppidum. Las puertas de la muralla del Primer Recinto están franqueadas por imponentes torreones. Además, el campo de piedras hincadas y el foso facilitaban la defensa del poblado en su punto más vulnerable, el lienzo sur. El crecimiento de población hizo que al Primer Recinto del castro -el situado más al norte-, se le añadiera el Segundo Recinto. Ya en la última fase de ocupación, se inició la construcción de la muralla del Tercer Recinto. Esta obra es la que se ve nada más llegar al sitio arqueológico. El célebre cuerpo de guardia está construido con grandes losas -aparejo ciclópeo-, sin duda, con la intención de crear un espacio monumental en aquella zona. Este último recinto jamás se llegó a concluir. En su extremo norte se pueden ver piezas que iban a ser colocadas en la obra, y aun hoy, esperan impávidas la llegada de un artesano que jamás regresará.
Si por algo es célebre esta cultura es por los verracos. Hasta cinco se documentaron en el castro o sus cercanías, uno de los cuales ocupa un sitio privilegiado en la plaza de Chamartín. Pero además, por toda la sierra se han hallado algunas de estas esculturas. En Martiherrero se encontraron hasta siete, cuatro de ellos pertenecientes a un cementerio de época romana, y hoy conservados en el Depósito de Santo Tomé el Viejo - Museo Provincial de Ávila-. Por cierto, se pueden visitar. Los otros tres, desgraciadamente, se encuentran en paradero desconocido. Entre Narrillos del Rebollar y Benitos había otro que ha desaparecido. De San Miguel de Serrezuela es el que hoy podemos ver en el Torreón de los Guzmanes, Ávila. Muy célebre por su excepcional tamaño es el Toro de Villanueva del Campillo. En la actualidad está en la plaza del pueblo.
Finalmente, en los últimos años se localizó un verraco en las cercanías de Solana del Río Almar, el cual se retiró de su ubicación original para ser colocado en el centro del pueblo. Mucho se ha especulado sobre la función de estas esculturas. Es más que probable que su significado cambiase con el paso del tiempo. Durante la Edad del Hierro se ubicaban en las entradas de los poblados o en las cercanías de las necrópolis. Pero además, un buen número de ellos, estaban dispersos por el campo. Algunos investigadores piensan que estarían marcando espacios de pastos, otros piensan que tenían una función mágicoreligiosa... En fin, es probable que todos tengan buena parte de razón. Tampoco hay duda de que en época romana se utilizaron como monumentos funerarios de los indígenas romanizados, símbolo identificativo de unas gentes que se sentían orgullosas de su pasado. Para terminar, volvemos a La Mesa de Miranda. Si por algo es especial, además de los aspectos puramente científicos, es la armonía de lo natural con lo antiguo. Encinas centenarias se mezclan con los vestigios de una gran ciudad de la Edad del Hierro. No es extraño pasear por la zona y toparte con perdices, jabalíes, conejos e incluso zorros. O tener el privilegio de ver el espectacular ascenso de los buitres al coger la corriente térmica que arranca del Arroyo Matapeces. Afortunadamente el paisaje apenas ha sido violentado por el hombre moderno y es un espacio privilegiado para la observación de la naturaleza, un espacio plenamente sugestivo en el que dejar volar y volar nuestra imaginación para recrear los encuentros con los hombres del pasado.
JUAN PABLO LÓPEZ. ARQUEÓLOGO.
Leer más...